Fue una conmoción nada espectacular, ni siquiera visible, mientras un régimen nuevo tomaba el poder, se erigía en dominador, soberano, dotado de una autoridad absoluta, pero impuesta en los hechos a un grado tal que no hay necesidad de exhibirla. Es un régimen nuevo, pero regresivo: un retorno a las concepciones de un siglo diecinueve del que se eliminó el factor “trabajo”. ¡Espantoso!
El sistema liberal actual es lo suficientemente flexible y transparente para adaptarse a las diversidades nacionales, pero lo suficientemente “mundializado” para confinarlas poco a poco en el campo de lo folclórico. Severo, despótico pero difuso, escasamente visible, difundido por todas partes, este régimen nunca proclamado detenta todas las claves de la economía reducida por él al mundo de los negocios, los cuales se afanan por absorber todo lo que aún no pertenece a su esfera. Es verdad que la economía privada detentaba las armas del poder mucho antes de estas transformaciones, pero su poderío actual corresponde a la amplitud inédita de su autonomía. Los ejércitos de trabajadores, las poblaciones que hasta ahora le eran indispensables y que podían ejercer presión sobre ella, unirse para tratar de debilitarla y combatirla, le son cada vez más inútiles y la afectan cada vez menos.
¿Las armas del poder? La economía privada jamás las perdió. A veces vencida o amenazada, siempre supo conservar sus herramientas, en particular la riqueza, la propiedad, las finanzas. En caso de necesidad, supo renunciar por un tiempo a ciertas ventajas, por otra parte muy inferiores a aquellas de las cuales no se desprendía. Incluso durante sus derrotas más o menos pasajeras, jamás dejó de socavar las posiciones del adversario con una tenacidad inigualada y además muy valiente. Fue tal vez entonces cuando mostró sus mejores recursos. Llegada la ocasión, aprendió de sus errores, supo desaparecer de la vista, ocultarse mientras afilaba sus armas como nunca, pasaba la gamuza a sus pedagogías, consolidaba sus redes. Su orden perduró. El modelo que representa, negado, fustigado, puesto en la picota, en ocasiones pareció derrumbarse... pero siempre fue una mera suspensión. Después se restableció el predominio de las esferas privadas y sus clases dominantes.
Sucede que el Estado no es lo mismo que el poder. Este último (que se burla de los Estados, que suele entregarlos en concesión y delegarlos para administrarlos mejor) nunca cambió de manos. Las clases dirigentes de la economía privada en ocasiones perdieron el Estado, pero nunca el poder. Este poder es lo que Pascal llama fuerza: “El imperio sustentado sobre la opinión y la imaginación reina durante algún tiempo y este imperio es suave y voluntario; el de la fuerza reina siempre. Así, la opinión es como la reina del mundo, pero el déspota es su fuerza.”
Estas clases (o castas) jamás dejaron de actuar, suplantar, acechar. Tentadoras, dueñas de las seducciones, siempre fueron objeto de incitaciones. Sus privilegios siguen siendo objeto de las fantasías y los deseos de la mayoría, incluso los de aquellos que dicen sinceramente que los combaten. El dinero, la ocupación de los puntos estratégicos, los puestos a distribuir, los vínculos con otros poderosos, el dominio de las transacciones, el prestigio, ciertos conocimientos, la confianza del savoir-faire, el desahogo, el lujo son otros tantos ejemplos de los “medios” de los que nada ha podido separarlos.
Esa autoridad que no siempre confiere el Estado pero que es inherente al poder, la han conservado permanentemente.
Hoy esa autoridad no conoce límites: lo ha invadido todo, en particular esos modos de pensamiento que se estrellan por todas partes contra las lógicas de una organización sólidamente instaurada por un poder cuya impronta está en todas partes, listo para acapararlo todo. Pero en realidad, ¿todo eso no le pertenecía ya? ¿No se está apropiando de lugares cuyas llaves ya estaban en sus manos? ¿Y esas llaves no le sirven a partir de ahora para mantener al resto de la población, que ya no le es útil, alejada de esos espacios ilimitados que considera suyos?
El poder ejercido es tan vasto, su imperio está tan arraigado, su fuerza de saturación es tan eficaz, que nada es viable ni funciona por fuera de sus lógicas. Fuera del club liberal no hay salvación. Los gobiernos son conscientes de que se someten a lo que representa sin duda una ideología, ¡pero lo niegan tanto más por cuanto es propio de ella recusar, reprobar el principio mismo de la ideología!
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